Thursday, November 19, 2009

La Obediencia

Los párrafos que siguen pertenecen al relato del Dr. Max Aue, oficial de la SS, protagonista de la novela “Les Bienveillantes” , premio Goncourt 2006, de Jonathan Littell.

Pues a la víctima la trajeron otros hombres y su muerte la decidieron otros diferentes y también el que dispara sabe que no es sino el último eslabón de una cadena larguísima y que no tiene que hacerse más preguntas que las que se hace el miembro de un pelotón que, en la vida civil, ejecuta a un hombre que las leyes han condenado como es debido. Quien dispara sabe que es el azar el que determina que dispare él, que un compañero acordone y otro más conduzca el camión. Como mucho, podrá intentar cambiarles el sitio al guardián o al conductor. Otro ejemplo, sacado de la abundante literatura histórica más que de mi experiencia personal: el del programa de exterminación de los inválidos y los enfermos mentales, llamado «Eutanasis» o «T-4», que se creó dos años ntes que el programa «Solución Final». En ese programa, a los enfermos, seleccionados mediante disposiciones legales, los recibían en un edificio unas enfermeras profesionales que registraban la entrada y los desnudaban; unos médicos los examinaban y los llevaban a un cuarto cerrado; un operario abría el gas; otros, limpiaban; un policía extendía el certificado de defunción. Cuando, después de la guerra, interrogaron a esas personas, todas dijeron: «¿Culpable yo?». La enfermera no mató a nadie, se limitó a desnudar y a tranquilizar a unos enfermos, gestos habituales en su profesión. El médico tampoco mató a nadie; sencillamente confirmó un diagnóstico, ateniéndose a criterios fijados por otras instancias. El peón que abre la llave del gas, esa persona que es, pues, la que se halla más próxima en el tiempo y en el espacio al asesinato, realiza una operación técnica bajo el control de sus superiores y de los médicos. Los obreros que vacían el cuarto realizan una indispensable tarea de saneamiento, y muy repugnante además. El policía sigue el procedimiento reglamentario, que es dejar constancia de un fallecimiento y de que ha sucedido sin vulnerar las leyes vigentes. ¿Quién es culpable, pues? ¿Todos o nadie? ¿Por qué iba a ser más culpable el operario encargado del gas que el operario encargado de las calderas, el jardín o los vehículos? Igual sucede con todas las facetas de esa gigantesca empresa. ¿Es culpable, por ejemplo, el guardagujas del ferrocarril de la muerte de los judíos a quienes encarriló hacia un campo? Ese obrero es un funcionario, lleva veinte años haciendo el mismo trabajo.Desvía los trenes ateniéndose a una disposición, no tiene por qué saber qué hay dentro de esos trenes. No tiene culpa de que transporten a los judíos, mediante el cambio de agujas que él hace, de un punto A a un punto B, en donde los matan. Y, sin embargo, ese guardagujas desempeña un papel crucial en el trabajo de exterminio: sin él, el tren de judíos no puede llegar al punto B. ........

Que quede claro, una vez más: no intento decir que yo no sea culpable de tal o cual hecho. Soy culpable, y vosotros no, estupendo. Pero, pese a todo, deberíais ser capaces de deciros que lo que yo hice vosotros lo habríais hecho también. A lo mejor con menos celo, aunque quizá también con menos desesperación, pero, en cualquier caso, de una forma o de otra. Creo que puedo afirmar como hecho que ha dejado establecido la historia moderna que todo el mundo, o casi, en un conjunto de circunstancias determinado, hace lo que le dicen; y habréis de perdonarme, pero hay pocas probabilidades de que vosotros fuerais la excepción, como tampoco lo fui yo. Si habéis nacido en un país y en una época en que no sólo nadie viene a mataros a la mujer y a los hijos sino que, además, nadie viene a pediros que matéis a la mujer y a los hijos de otros, dadle gracias a Dios e id en paz. Pero no descartéis nunca el pensamiento de que a lo mejor tuvisteis más suerte que yo, pero que no sois mejores. Pues si tenéis la arrogancia de creer que lo sois, ahí empieza el peligro. Nos gusta eso de oponer el Estado, totalitario o no, al hombre vulgar, chinche o junco. Pero nos olvidamos entonces de que el Estado se compone de hombres, más o menos vulgares todos ellos, cada cual con su vida, su historia, la serie de casualidades que hicieron que un día se encontrara del lado bueno del fusil o de la hoja de papel, mientras que otros se encontraban del lado malo. Muy pocas veces ha escogido uno ese itinerario, ni siquiera hay una predisposición a seguirlo. A las víctimas, en la inmensa mayoría de los casos, nunca las torturaron o las mataron porque eran buenas, y sus verdugos no las torturaron porque fuesen malos. Pensar eso sería un tanto ingenuo, y basta con tratarse con cualquier burocracia, incluso la de la Cruz Roja, para convencerse de ello.

Ahora bien, la maquinaria del Estado está hecha de la misma aglomeración de arena deleznable que aquello que muele, grano a grano. Existe porque todo el mundo está de acuerdo en que exista, y lo están incluso, con gran frecuencia, y hasta el último minuto, sus víctimas. Sin los Hóss, los Eichmann, los Goglidze, los Vychinski, pero también sin los guardagujas, los fabricantes de hormigón y los contables de los ministerios, un Stalin o un Hitler no son sino un odre henchido de odio y de terrores estériles. Ahora es ya un tópico decir que la inmensa mayoría de las personas que organizaron los procesos de exterminio no eran sádicos o seres anormales. Sádicos y trastornados los hubo, por supuesto, como en todas las guerras, y cometieron atrocidades indecibles, es la verdad. Es también verdad que las SS habrían podido intensificar los esfuerzos para controlar a esa gente, aunque hizo más de lo que suele creerse; y no está claro que pudiera, que se lo pregunten a los generales franceses, que estaban bien fastidiados en Argelia con aquellos oficiales suyos, alcohólicos, violadores y asesinos. Pero no es ése el problema. Trastornados los hay en todas partes y en todas las épocas. Nuestros tranquilos barrios periféricos rebosan de pedófilos y de psicópatas; nuestros albergues nocturnos, de megalómanos rabiosos; algunos se convierten en un problema, efectivamente; matan a dos, a tres, a diez, incluso a cincuenta personas, y, a continuación, ese mismo Estado que los utilizaría, sin un parpadeo, en una guerra, los aplasta como a mosquitos atiborrados de sangre. Esos hombres enfermos no tienen importancia. Pero los hombres corrientes que forman el Estado -sobre todo en tiempos de inestabilidad-, ésos son el auténtico peligro. El auténtico peligro para el hombre soy yo, y sois vosotros. Y si no estáis convencidos, para qué seguir leyendo. No entenderéis nada y os irritaréis sin provecho ni para vosotros ni para mí.

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